29 dic 2009

Encuentro vehicular

Iba manejando. Era de noche. No suelo hacerlo, pero en ese momento hablaba por celular. Al llegar al alto me detuve detrás de un coche, con la distancia justa. A mi lado llegó otro coche. Quien lo manejaba se me hizo conocido. Cruzamos mirada mientras yo hablaba por teléfono. Él me reconoció e hizo un intento por saludarme, pero yo estaba muy pendiente de lo que sucedía con las luces del semáforo. Cuando por fin colgué, mi vecino tenía la ventana abajo. Yo bajé la mía y él, con una felicidad que no pudo ocultar, me saludó y me preguntó cómo estaba. Ya con la ventana abajo me di cuenta que no lo conocía. Y cuando le respondí parece que le pasó lo mismo a él. El semáforo cambió de luz justo a tiempo. Aceleré y lo dejé atrás. Me reí durante varias cuadras.




11 dic 2009

Afuera de la choza había un perro dormido. La puerta de aluminio se abrió y salió alguien con una máscara de chango cubriéndole la cara. Se le acercó al perro y lo despertó con un grito. Al ver la máscara el perro huyó asustado. Una risa se escapó detrás del simio. Con la mano desató la máscara y reveló su cara infantil. Con la sonrisa chimuela el niño caminó por la vereda hacia el bosque. No iba rápido, de hecho no caminaba a ningún lugar en especial. Levantaba piedras y las lanzaba hacia las ramas de los árboles, anotando puntos, celebrando cuando la piedra pasaba entre las Y sin tocar las ramas. Cerca del arroyo se detuvo y empezó a buscar algo bajo los helechos. Quería ranas y sapos, disfrutaba pisarlos. Encontró uno cerca de un árbol pero se le escapó cuando alzaba el pie. El niño luego escuchó a unos pájaros que cantaban en su nido. Encontró el árbol en donde estaba el nido y subió el tronco. Por más que intentó no se pudo acercar al nido. Bajó del árbol y comenzó a arrojarles piedras. Se le acabaron las piedras antes de poder darle al nido. Decepcionado, el niño siguió caminando, buscando mariposas para quitarles las alas o lagartijas para arrancarles la cola. Escuchó algo que se movía en los arbustos. Era el perro, que había olvidado el susto y ahora le movía la cola a la distania. El niño no hizo caso y siguió su camino. Al perro podía molestarlo diario, hoy quería algo especial. Siguió caminando y sintió que caminaba sobre un charco. La hierba cubría sus pasos, qeu cada vez sentía más pesados por el agua y lodo que se acumulaban en sus zapatos. De pronto se vió con el agua hasta la cintura. Volteó el niño para atrás y vió al perro a la orilla del pantano, jadeando con la mirada fija en él. Entonces el niño dio media vuelta y regresó. Todo el camino tuvo comezón. Se rascaba pero el lodo le estorbaba. En su camisa, sobre la panza, encontró una gota de sangre. Al levantarse la camisa vio una sanguijuela devorándolo vivo. Con cada chupada el bicho crecía. La cara del niño mostró primero sorpresa, y luego asco. ¿Qué le hacía ese bicho malvado? No había razó para que lo atacara. El niño no le había hecho nada. ¿Cómo se lo quitaría? Corrió hacia la choza y afuera de ella, comenzó a desnudarse. Su cuerpo estaba cubierto por sanguijuelas. La de su panza tenía el tamaño de un dedo suyo. Se echó una cubeta de agua encima, pero las sanguijuelas no se separaron. Se rodó unos segundos en el piso y sólo consiguió aplastar algunas. Con su calcetín tocó a una, que lo manchó con una sustancia babosa. El niño metió la mano al calcetín y tomó la sanguijuela, tratando de separarla de su cuerpo. Se estiró pero siguió con la cabeza pegada, chupando tanta sangre como le era posible. Por fin la desprendió y la acercó a su cara para observarla de cerca. De nuevo su cara mostró asco. La tiró al piso y una a una comenzó a retirar las demás. Su comezón creció aún más. ¡Las sanguijuelas eran más molestas al quitarlas que mientras se alimentaban de él! Cuando al fin retrió todas, se rascó con ambas manos mientras el perro lo veía. Se sentó y llevó sus uñas a donde la comezón mandaba, tomando las posiciones más raras. Al fin el cansancio lo obligó a acostarse boca arriba. Poco a poco el sueño fue ganando a la comezón. Cuando despertó, la comezón había desaparecido. El perro estaba a su lado bostezando, había lamido todas sus heridas.

8 dic 2009

Lágrimas en el Espacio

El viejo observaba la Luna. Un mosco zumbaba alrededor de su cabeza, pero no se dejaba distraer. Los recuerdos del viejo podían más que los insectos de la ciénaga. Recuerdos guardados desde hacía varios años. Los recuerdos familiares, los de su juventud. Pero ninguno apreciaba tanto como el de su viaje. Le gustaba llamarlo así: “el viaje”. Una noche similar, varias décadas atrás, durante una fiesta su jee lo llevó al jardín. Él lo siguió esperando una confesión marital. Su jefe sonrió y extendió su brazo, apuntando con el dedo índice hacia la Luna. Al viejo, en ese entonces joven, se le nubló la vista, tiró el vaso con whisky y rió por varios segundos. Cuando se compuso, su jefe le dijo que nunca había visto a un astronauta llorar tanto.

Sentado en su bote, el viejo no dejaba de observar la Luna. Si acaso una nube la cubría, aprovechaba para dar un trago a su café, o para aclararse la garganta. El movimiento del bote en el agua le recordaba la ingravidez en el espacio. Cuando el viento soplaba en su cara sentía frío. Las pequeñas gotas de sudor que se juntaban en sus patillas y recorrían su cuello se enfriaban con el viento y cambiabanel calor por frío. Una vez, el calor lo desmayó. Fue la primera vez que se ponía su traje espacial. Capa tras capa de tela. Cada una más gruesa que la anterior. Al probarse el casco su respiración se volvió agitada. Trató de sentarse, pero fue imposible doblar las rodillas. Caminó unos metros y resintió el peso del traje sobre los hombros. Poco a poco su temperatura fue subiendo. Los científicos a su alrededor lo inundaban de preguntas. Una a una iba respondiendo, cada vez más lento. Multiplicaciones y restas. Fórmulas matemáticas y maniobras de navegación. El viejo no recordaba cuál fue la última pregunta que contestó. Tampoco recordaba el momento que cayó al piso. Recuerda el frío que lo despertó. Ya sin el traje, en una camilla y con doctores alrededor. Así se frustró su primer intento de “viajar”.

Durante dos semanas observó el cielo, buscando la nave donde viajaban sus amigos. Un par de años después, se puso el traje de nuevo. Esta vez lo llevaba dentro de la nave, sus ojos viendo hacia afuera por la ventana y a su espalda varias toneladas de combustible. Las primeras horas estuvo muy ocupado. Probando todos los sistemas de la nave. Cumpliendo con sus labores de científico en la misión. Ayudando a los demás a llenar reportes y leer las mediciones que daban los instrumentos de la nave. Cuando por fin se liberó, aprovechó para ir al baño. Ahí lloró por primera vez en el espacio. Su cabeza, al igual que su vejiga, se relajó. Dejó de pensar en la misión y recordó su infancia, cuando veía Buck Rogers en la tele y se acostaba en el jardín de su casa a identificar constelaciones. Por fin estaba en el espacio. Antes de salir del baño se secó las lágrimas con su manga. Afuera, sus compañeros lo recibieron con una sonrisa. Pensaban todos en lo mismo. En ese sueño que alguna vez habían tenido, y lo diferente que era al cumplirlo. Los ojos de todos expresaban lo mismo. No había nada en la Tierra que los llenara de tanta alegría. Pero dos días después esas lágrimas de felicidad se convirtieron en lágrimas de tristeza. Se había convertido en huérfano. El viaje de un borracho colisonó con la trayectoria de sus padres y los mató. De pronto el espacio, que le había ofrecido tantas posiblidades, le quitaba su presente. Lo convertía todo en un pasado sombrío, difícil de recordar sin desear volverlo a vivir. Cuando el jefe de la misión en Tierra le comunicó la noticia, él solamente asintió con la cabeza. Un compañero intentó abrazarlo pero no se dejó. Pidió las siguientes órdenes para la misión y las ejecutó. Minutos después entró al baño y lloró. ¿Qué otra sorpresa le daría este viaje? Al salir no hubo compañero que lo recibiera. Se acercó a una ventana y observó la Tierra. Era de día en la zona donde sobrevolaban y no había nubes. Un día soleado ahí abajo, pensó. Horas después se volvió a asomar por la ventana, que esta vez daba hacia la Luna. Se acercaban a ella. Las conversaciones de sus compañeros le aburrían y las evitaba. Fue al cuerto de control y trató de relajarse. Fijó los ojos en el medidor de combustible y se concentró en el rítmico bip de las consolas. Sus pensamientos lo llevaron al futuro. Compartía el espacio con su familia. Sensación de ingravidez y luz tenue. Nadie decía nada pero se sonreían y disfrutaban de la libertad de sus cuerpos. Uno de sus hijos se acercó y le susurró al oído: Tengo frío.

El bote del viejo se mecía en la ciénaga. Los grillos y cigarras comenzaban a elevar su volumen. El viejo se observó la mano derecha. Tomó el remo y lo levantó hacia su pecho. Pesaba. Respiró profundo y luego olfateó el aire con los ojos cerrados. Abrió su cafetera portátil y dejó que el café cayera libremente al agua. Cerró la cafetera y de nuevo miró la Luna. Recordó lo que se sentía estar cerca de ella. El silencio cuando todos la observaban desde la ventana. Su olor. Resultaba imposible, pero ellas captaban el olor de la Luna desde su nave hermética. Hicieron un pacto en silencio. Dejarían a la Tierra lo que le pertenecía a la Tierra y no se preocuparían más de lo que el Espacio les proveyera.

Al regresar a la Tierra continuó su vida sin familia. Ese hijo que en su sueño tenía frío jamás nació. Su futuro nunca se cumplió. Esa felicidad no la compartió. El Espacio le había robado el presente y el futuro, pero le había regalado el mejor pasado posible.

7 dic 2009

Mucha luz

Por fin cambié los focos fundidos en mi cuarto. Ahora hay mucha luz, me había acostumbrado a la penumbra. El lado práctico de ver donde piso y encontrar todo lo que tiro me obligaba a hacerlo, pero ahora me arrepiento. La luz me hizo recordar el desastre que soy. Los objetos en mi cuarto representan los pensamientos en mi cabeza. Desperdigados y mal organizados. Todos tienen una relación, y por eso pospongo ordenarlos pues para eso hay que clasificarlos. ¿Qué es valioso? No todo es desechable, pero algunas cosas sólo estorban. Para tirar otras a la basura hay que esperar a juntar más de ellas. Entonces hay que guardar basura, juntarla y luego tirarla. Pero a veces esa basura ensucia lo demás. O baja el nivel de las cosas y obliga a guardar otras que también merecen desecharse. Y así han pasado varios meses. Si no hubiera cambiado los focos, hubiera seguido en la ignorancia. Como al prisionero en la caverna platónica al que le quitan las cadenas. Vi el Sol y lo que le es propio. Ahora espero no encadenarme solo otra vez.

Una manera de empezar el camino afuera de la penumbra es decidir dónde pegar las estampas de Dan Hillier. Paso a paso una decisión, sin posponerlas.