11 dic 2009

Afuera de la choza había un perro dormido. La puerta de aluminio se abrió y salió alguien con una máscara de chango cubriéndole la cara. Se le acercó al perro y lo despertó con un grito. Al ver la máscara el perro huyó asustado. Una risa se escapó detrás del simio. Con la mano desató la máscara y reveló su cara infantil. Con la sonrisa chimuela el niño caminó por la vereda hacia el bosque. No iba rápido, de hecho no caminaba a ningún lugar en especial. Levantaba piedras y las lanzaba hacia las ramas de los árboles, anotando puntos, celebrando cuando la piedra pasaba entre las Y sin tocar las ramas. Cerca del arroyo se detuvo y empezó a buscar algo bajo los helechos. Quería ranas y sapos, disfrutaba pisarlos. Encontró uno cerca de un árbol pero se le escapó cuando alzaba el pie. El niño luego escuchó a unos pájaros que cantaban en su nido. Encontró el árbol en donde estaba el nido y subió el tronco. Por más que intentó no se pudo acercar al nido. Bajó del árbol y comenzó a arrojarles piedras. Se le acabaron las piedras antes de poder darle al nido. Decepcionado, el niño siguió caminando, buscando mariposas para quitarles las alas o lagartijas para arrancarles la cola. Escuchó algo que se movía en los arbustos. Era el perro, que había olvidado el susto y ahora le movía la cola a la distania. El niño no hizo caso y siguió su camino. Al perro podía molestarlo diario, hoy quería algo especial. Siguió caminando y sintió que caminaba sobre un charco. La hierba cubría sus pasos, qeu cada vez sentía más pesados por el agua y lodo que se acumulaban en sus zapatos. De pronto se vió con el agua hasta la cintura. Volteó el niño para atrás y vió al perro a la orilla del pantano, jadeando con la mirada fija en él. Entonces el niño dio media vuelta y regresó. Todo el camino tuvo comezón. Se rascaba pero el lodo le estorbaba. En su camisa, sobre la panza, encontró una gota de sangre. Al levantarse la camisa vio una sanguijuela devorándolo vivo. Con cada chupada el bicho crecía. La cara del niño mostró primero sorpresa, y luego asco. ¿Qué le hacía ese bicho malvado? No había razó para que lo atacara. El niño no le había hecho nada. ¿Cómo se lo quitaría? Corrió hacia la choza y afuera de ella, comenzó a desnudarse. Su cuerpo estaba cubierto por sanguijuelas. La de su panza tenía el tamaño de un dedo suyo. Se echó una cubeta de agua encima, pero las sanguijuelas no se separaron. Se rodó unos segundos en el piso y sólo consiguió aplastar algunas. Con su calcetín tocó a una, que lo manchó con una sustancia babosa. El niño metió la mano al calcetín y tomó la sanguijuela, tratando de separarla de su cuerpo. Se estiró pero siguió con la cabeza pegada, chupando tanta sangre como le era posible. Por fin la desprendió y la acercó a su cara para observarla de cerca. De nuevo su cara mostró asco. La tiró al piso y una a una comenzó a retirar las demás. Su comezón creció aún más. ¡Las sanguijuelas eran más molestas al quitarlas que mientras se alimentaban de él! Cuando al fin retrió todas, se rascó con ambas manos mientras el perro lo veía. Se sentó y llevó sus uñas a donde la comezón mandaba, tomando las posiciones más raras. Al fin el cansancio lo obligó a acostarse boca arriba. Poco a poco el sueño fue ganando a la comezón. Cuando despertó, la comezón había desaparecido. El perro estaba a su lado bostezando, había lamido todas sus heridas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario