8 dic 2009

Lágrimas en el Espacio

El viejo observaba la Luna. Un mosco zumbaba alrededor de su cabeza, pero no se dejaba distraer. Los recuerdos del viejo podían más que los insectos de la ciénaga. Recuerdos guardados desde hacía varios años. Los recuerdos familiares, los de su juventud. Pero ninguno apreciaba tanto como el de su viaje. Le gustaba llamarlo así: “el viaje”. Una noche similar, varias décadas atrás, durante una fiesta su jee lo llevó al jardín. Él lo siguió esperando una confesión marital. Su jefe sonrió y extendió su brazo, apuntando con el dedo índice hacia la Luna. Al viejo, en ese entonces joven, se le nubló la vista, tiró el vaso con whisky y rió por varios segundos. Cuando se compuso, su jefe le dijo que nunca había visto a un astronauta llorar tanto.

Sentado en su bote, el viejo no dejaba de observar la Luna. Si acaso una nube la cubría, aprovechaba para dar un trago a su café, o para aclararse la garganta. El movimiento del bote en el agua le recordaba la ingravidez en el espacio. Cuando el viento soplaba en su cara sentía frío. Las pequeñas gotas de sudor que se juntaban en sus patillas y recorrían su cuello se enfriaban con el viento y cambiabanel calor por frío. Una vez, el calor lo desmayó. Fue la primera vez que se ponía su traje espacial. Capa tras capa de tela. Cada una más gruesa que la anterior. Al probarse el casco su respiración se volvió agitada. Trató de sentarse, pero fue imposible doblar las rodillas. Caminó unos metros y resintió el peso del traje sobre los hombros. Poco a poco su temperatura fue subiendo. Los científicos a su alrededor lo inundaban de preguntas. Una a una iba respondiendo, cada vez más lento. Multiplicaciones y restas. Fórmulas matemáticas y maniobras de navegación. El viejo no recordaba cuál fue la última pregunta que contestó. Tampoco recordaba el momento que cayó al piso. Recuerda el frío que lo despertó. Ya sin el traje, en una camilla y con doctores alrededor. Así se frustró su primer intento de “viajar”.

Durante dos semanas observó el cielo, buscando la nave donde viajaban sus amigos. Un par de años después, se puso el traje de nuevo. Esta vez lo llevaba dentro de la nave, sus ojos viendo hacia afuera por la ventana y a su espalda varias toneladas de combustible. Las primeras horas estuvo muy ocupado. Probando todos los sistemas de la nave. Cumpliendo con sus labores de científico en la misión. Ayudando a los demás a llenar reportes y leer las mediciones que daban los instrumentos de la nave. Cuando por fin se liberó, aprovechó para ir al baño. Ahí lloró por primera vez en el espacio. Su cabeza, al igual que su vejiga, se relajó. Dejó de pensar en la misión y recordó su infancia, cuando veía Buck Rogers en la tele y se acostaba en el jardín de su casa a identificar constelaciones. Por fin estaba en el espacio. Antes de salir del baño se secó las lágrimas con su manga. Afuera, sus compañeros lo recibieron con una sonrisa. Pensaban todos en lo mismo. En ese sueño que alguna vez habían tenido, y lo diferente que era al cumplirlo. Los ojos de todos expresaban lo mismo. No había nada en la Tierra que los llenara de tanta alegría. Pero dos días después esas lágrimas de felicidad se convirtieron en lágrimas de tristeza. Se había convertido en huérfano. El viaje de un borracho colisonó con la trayectoria de sus padres y los mató. De pronto el espacio, que le había ofrecido tantas posiblidades, le quitaba su presente. Lo convertía todo en un pasado sombrío, difícil de recordar sin desear volverlo a vivir. Cuando el jefe de la misión en Tierra le comunicó la noticia, él solamente asintió con la cabeza. Un compañero intentó abrazarlo pero no se dejó. Pidió las siguientes órdenes para la misión y las ejecutó. Minutos después entró al baño y lloró. ¿Qué otra sorpresa le daría este viaje? Al salir no hubo compañero que lo recibiera. Se acercó a una ventana y observó la Tierra. Era de día en la zona donde sobrevolaban y no había nubes. Un día soleado ahí abajo, pensó. Horas después se volvió a asomar por la ventana, que esta vez daba hacia la Luna. Se acercaban a ella. Las conversaciones de sus compañeros le aburrían y las evitaba. Fue al cuerto de control y trató de relajarse. Fijó los ojos en el medidor de combustible y se concentró en el rítmico bip de las consolas. Sus pensamientos lo llevaron al futuro. Compartía el espacio con su familia. Sensación de ingravidez y luz tenue. Nadie decía nada pero se sonreían y disfrutaban de la libertad de sus cuerpos. Uno de sus hijos se acercó y le susurró al oído: Tengo frío.

El bote del viejo se mecía en la ciénaga. Los grillos y cigarras comenzaban a elevar su volumen. El viejo se observó la mano derecha. Tomó el remo y lo levantó hacia su pecho. Pesaba. Respiró profundo y luego olfateó el aire con los ojos cerrados. Abrió su cafetera portátil y dejó que el café cayera libremente al agua. Cerró la cafetera y de nuevo miró la Luna. Recordó lo que se sentía estar cerca de ella. El silencio cuando todos la observaban desde la ventana. Su olor. Resultaba imposible, pero ellas captaban el olor de la Luna desde su nave hermética. Hicieron un pacto en silencio. Dejarían a la Tierra lo que le pertenecía a la Tierra y no se preocuparían más de lo que el Espacio les proveyera.

Al regresar a la Tierra continuó su vida sin familia. Ese hijo que en su sueño tenía frío jamás nació. Su futuro nunca se cumplió. Esa felicidad no la compartió. El Espacio le había robado el presente y el futuro, pero le había regalado el mejor pasado posible.

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