16 nov 2009

(a Ray Bradbury)

Desde el mirador de la torre Eiffel vio la mancha verde. No se movía. La gente incluso caminaba sobre la mancha sin darse cuenta, salpicando y marcando con la suela de sus zapatos. Él no supo qué hacer. La reconoció al instante. Esa tonadita al piano llegó a su cabeza. No sabía cómo reaccionar. Por eso cerró los ojos. Por eso respiraba agitadamente. Por eso se aferraba al barandal con tanta fuerza. Y todo eso asustó a la mujer que se le acercó. Primero una mano en su hombro y luego la pregunta obvia: ¿estás bien? Él no supo cómo responder. Pero le enseño con su mirada la mancha verde. Ella ahogó un grito. Se llevó las manos a la boca y buscó con la mirada los ojos del hombre. Luego corrieron al elevador. Encerrados, sin poder comunicar a quienes los acompañaban lo que habían descubierto, se tomaron de la mano. La bajada fue eterna. Antes de que se abrieran las puertas, él tragó saliva, cruzó mirada con ella y apretó más fuerte su mano. Salieron del elevador corriendo, empujando a los turistas que buscabanel mejor ángulo para la foto con el viejo hierro. Se acercaron a la mancha y se sorprendieron de que la gente estuviera tan cerca sin darse cuenta. Sus pasos se volvieron más lentos y su respiración más agitada. La mancha estaba ahí a sus pies. Se podría decir que incluso vibraba y respiraba. Ellos la observaron unos segundos en silencio. Ella luego empezó a rodearla, a caminar alrededor, paso a paso un nuevo pensamiento. Él miró alrededor y no notó peligro alguno. Niós persiguiendo pelotas, perros rascándose las orejas, parejas besándose, policías fumando un cigarro. Ella sacó una postal de su bolsa. La partió en dos y un pedazo lo enrolló. Acercó el pequeño tubo de papel hacia la mancha, se detuvo a tan solo unos centímetros. Alzó la cara y observó al hombre, que asintió con la cabeza. Ella introdujo lentamente el tubo al líquido verde, a lo lejos un chillido lastimó sus oídos. Levantó el tubo y el líquido escurrió. Un verde brillante. Ella dejó el pedazo de postal en el líquido y pronto desapareció. La pareja se alejó de espaldas paso a paso. A varios metros de distancia se sentaron y durante varios minutos estuvieron en silencio. Él luego recostó la espalda en el pasto y miró el cielo, sus pensamientos en otro lugar. Ella estaba hipnotizada. Como si observara el fuego en las brasas de una fogata. Un malestar físico atacó a los dos. “Ya no aguanto más”, dijo él. Sin darse cuenta ya estaban caminando en la calle, alejándose del parque, de la torre Eiffel y de la mancha. Se subieron a un camión y no volvieron a pensar en la mancha. Algunos años después, cuando ambos despertaron al mismo tiempo y se dieron cuenta que habían soñado con lo mismo se abrazaron. Y repitieron para consolarse: “Todo va a estar bien”.

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